miércoles, 28 de marzo de 2018


El parque se ensimisma

 

El parque con la niebla se ensimisma.

Ricardo Herrera

 

El parque se ensimisma en la honda niebla.

Así quisiera unirme a tu silencio,

palabra que no digo, fiel dibujo

que sin mi voz en un papel perdura

o quiere perdurar. Así, en la tierra

cubierta de hojarasca, entre los árboles,

donde un día alguien pase y se detenga

a soñar una música callada,

yo dejaré este cuerpo para siempre.

Dirá el aire las sagas del otoño.

Y en este pentagrama de silencio

donde mi vida opaca y casi muda

imaginó su música, mis versos

esperarán sin esperar. La tumba

del alma es la poesía. Tumba viva,

oscuro sueño de resurrección.

jueves, 21 de diciembre de 2017

El maestro, el amigo


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             A veces, una buena media página salva un libro; a veces, me decía hace poco Pablo Anadón, lo salva un adjetivo. Al adjetivo lo advertirá el lector sin mi ayuda, apenas concluya el segundo párrafo de la media página que voy a copiar. Al libro me lo recomendó un amigo y me lo consiguió mi hermano Guillermo en Madrid. Es de Juan Ramón Jiménez y se titula Mi Rubén Darío. En realidad, el libro no es de Juan Ramón Jiménez; es una compilación de textos que ilustran el vínculo entre Juan Ramón y Rubén, con todos los aledaños que se puedan pedir, como para lograr el grosor que justifique un libro. Este, por otra parte, está pulcramente editado y bien prologado; es sin duda un bello objeto; uno empieza a leerlo y ve que un buen número de páginas (cuarenta y dos) se ha destinado a reunir todas las poesías que Rubén Darío dedicó a España, a sus lugares, a sus poetas, a su destino... Poesías que se encuentran en cualquier edición normal de la obra poética de Rubén Darío e incluso en las antologías. Uno piensa enseguida: no hacía falta. Con alguna decepción ya inocultable, sigo leyendo y encuentro cartas de Rubén a Juan Ramón, respuestas de Juan Ramón a Rubén, argumentos a favor y en contra a una estatua de Rubén Darío en Madrid... Algunas de esas cartas son apenas algo más que cortesías, y en realidad ninguna revela algo que pueda sorprender ni menos maravillar, aunque es siempre interesante y estimulante respirar a través de cartas un perfume de época, y no sé, el aliento de aquella amistad entre dos hombres ilustres y más o menos locos, cada uno a su manera. “Ciego de ensueño y loco de armonía”, se definía a sí mismo Rubén. Así prosigue mi lectura, hasta llegar a esta media página, que Juan Ramón publicó en su columna “Glosario del mes”, de la revista Helios, en marzo de 1904:

 

   Rubén Darío ha estado en Madrid. Es lamentable el silencio de la prensa. Los periodistas que todo lo sabenhan debido saber o adivinar que Rubén Darío estaba en Madrid. Cuando vienen y se van tantos príncipes ignorantes y tantas princesas sin ritmo, los que leen los periódicos tienen buen pasto real. Cuando viene un poeta, un gran poeta... ¿es que se callan de emoción? Claro está que a Rubén Darío no le quita el sueño la prensa de Madrid. Todo su mérito lo lleva dentro de su mismo corazón.

   La gente sigue ignorando quién es Rubén Darío. Rubén Darío es el poeta más grande que hoy tiene España. Grande en todos los sentidos, aun en el de poeta menor. Desde Zorrilla nadie ha cantado de esa manera. Y aun el mismo Zorrilla abusaba de las notas gordas. Este maestro moderno es genial, es grande, es íntimo, es musical, es exquisito, es atormentado, es diamantino. Tiene rosas de la primavera de Hugo, violetas de Bécquer, flautas de Verlaine, y su corazón español. Vosotros no sabéis, imbéciles, cómo canta este poeta.

   En la sombra de una de estas noches, ha sonado en Madrid su voz, y su voz decía palabras nuevas, versos divinos, sobrenaturales, versos de auroras y mujeres, cosas sutiles y fragantes. Pero es su voz, es su voz la que sabe cantar sus canciones; su boca tiene la nota con que cada palabra ha nacido, el matiz de cada medio tono, esa dulzura de las flores, esa lenta sonoridad, esa elegancia...

   El maestro ha estado entre nosotros.

 

            Es muy natural sentir alguna envidia de quienes vivieron para oír recitar a Rubén Darío; la descripción que hace Juan Ramón nos la hace sentir. Uno se pregunta por qué a nadie se le ocurrió grabar para nosotros esa voz única (todas las voces son únicas, pero esa...), si el gramófono existía desde 1887. La página es vibrante, la emoción lírica y la ira desde el principio pugnan por explotar hasta que claramente explotan. Porque sinceramente, ¡qué imbéciles aquellos que tuvieron en su tiempo a Rubén Darío y lo dejaron pasar, para atender en cambio a los imbéciles príncipes y princesas, no necesariamente de sangre azul, de que el mundo está tan lleno, y que no nos dan nada a cambio de sus imbéciles privilegios! El lector ya estará recordando aquella famosa réplica de Beethoven al príncipe Lichnovsky: “Príncipes hay y habrá muchos, pero Beethoven hay uno solo”. Y sí: Rubén Darío sólo hubo uno. Y nosotros ahora lo tenemos también y podemos oírlo, porque la voz de un poeta no es ya una voz humana de ser viviente que anda por el planeta, respirando, viajando, bebiendo, transpirando, sino la quintaesencia de una voz, la idealidad de la palabra que se oye con los ojos, como aseguraba Quevedo, y vive para siempre. Nosotros también lo tenemos y lo sentimos también un maestro...

            Pablo Anadón y yo hemos pasado tres días con sus noches conversando sobre la vida y la poesía, en tres o cuatro bares de Córdoba, en medio de una primavera casi escandalosa de linda. Pablo me entregó y dedicó un ejemplar de su flamante libro Hostal Hispania, colmado de alta poesía trágica. A punto de emprender el regreso, me quedé pensando en la frase final del texto de Juan Ramón, y en el hecho de que el orgulloso andaluz considerase un maestro a su ilustre amigo, que ciertamente era unos quince años mayor que él. En su libro sobre los maestros, dice Steiner que hoy es difícil que alguien acepte ese título sin sonrojarse, salvo que sea director de orquesta o que tenga a su cargo un curso de niños. Entre los poetas no existe hoy ya el magisterio. No existía tampoco, me parece, en los tiempos de Virgilio y de Horacio; el segundo afirmaba no estar inclinado a jurar sobre la palabra de maestro ninguno: nullius addictus iurare in verba magistri. Existe a cambio, siempre, algo mejor, que también podemos encontrar en Rubén Darío y en Horacio y acaso, de vez en cuando, en el propio Juan Ramón. Quiero decir que hay algo obviamente mejor, y filosóficamente más raro, que tener para la vida y para la poesía un maestro, y es tener un amigo.

 

21 de noviembre de 2017

lunes, 20 de noviembre de 2017


A mi padre




Deja al agua fluir, deja que sople el viento,
deja que el tiempo pase sobre tu quieta tumba.
Te olvidarán, es cierto: la tarde se derrumba,
se hace polvo la piedra, se pierde el pensamiento.
 
Flota en el aire un átomo de lo que fue tu aliento,
de tu voz vibra un eco cuando la abeja zumba;
tu pulso derrotado por mi pena retumba
y tus largas preguntas pulsan mi entendimiento.
 
Yo soy lo que perdura del hombre aquel que fuiste
y por los dos escribo sondeando la tiniebla:
la pluma es una lámpara que brevemente alumbra.
 
Así pues, padre mío, sigue a mi lado, existe
en mis ojos que exploran la costa de la niebla,
vive en mí, en este cuerpo que a morir se acostumbra.
 







Ernesto, Hilda y Sebastián, hacia 1989
 





jueves, 2 de noviembre de 2017

Unos versos a Santiago de Compostela


          De un viaje a Santiago de Compostela, en abril de 2009, me quedaron unos versos que un amigo tuvo en su momento la deferencia de publicar en una revista y que recogen, visiblemente, la emoción que me causaron la ciudad y su catedral vetusta y los verdores que la rodean. Hace unos días releí los versos ante un grupo de amigos y uno de ellos me manifestó que le gustaría repasarlos. Eso me mueve ahora a plantarlos aquí, en este casi olvidado espacio que quizá pueda recuperar a partir de ahora. Con un saludo para Juan José Aguayo.






Poema de Santiago

 

I

 

Si me muero en Santiago no me añores,

mi amor, único amor de mis amores.

Esta es al fin la casa en el camino.

Peregrinando al fin aquí he llegado.

 

¿No ves la antigua piedra de estas calles,

las torres centenarias que buscaron

miles de pasos de incontables gentes,

los santos que las manos desgastaron?

 

La llovizna es el llanto de los mártires

y los bares abiertos me recuerdan

a la abuela gallega que no tuve

o tal vez un rincón de Buenos Aires.

 

Los portales que amparan al viajero

cuando llega de noche, las estrellas

que forman el Camiño de Santiago

son mi norte, y el Santo que aquí duerme.

 

Si me muero en Santiago no me llores,

único amor, amor de mis amores.

Y no estés triste cuando me haya ido.

Si me muero en Santiago habré vivido.





II
 
Es claro: no merezco estar aquí.
Yo no he peregrinado paso a paso
por el camino de los peregrinos
y sólo me ha traído mi pecado.
 
Escribo aquí al abrigo de esta piedra
que alzó la devoción siglo tras siglo
en torno de la tumba del Apóstol
y que tantos sintieron y buscaron.
 
Ellos aquí traídos por la fe
paso a paso vinieron y rogaron
por sus pecados, como yo en el mío
tengo el motivo para haber llegado.
 
Y acaso sí merezco estar aquí,
en esta vieja iglesia honda de almas.
Soy uno más, un peregrino errante,
y he tocado la concha mendicante
 
que es signo del lugar. Nada me falta
sino la fe. Sin fe he venido. Vengo
sin fe a tocar lo que tocaron todos,
buscando hacerme digno de esta sombra.
 
 
III
 
Con mi mano mortal la barba verde
del musgo en la corteza, centenario,
de tus árboles vivos he tocado,
Compostela. Mi tiempo que me pierde
ha subido tu cuesta, y ha colmado
mis oídos tu antiguo campanario.
Soy uno más de todos los que han sido.
Triste en tus calles digo que he vivido.



miércoles, 13 de abril de 2016


Una escuela que nos tenga en cuenta

 

            Escribir sobre educación requiere inteligencia y valentía, pero sobre todo, esperanza. Es claro que la esperanza es lo más difícil de alcanzar, después de los años y de la experiencia en el aula y sobre todo en las instituciones. No me parece casual que Silvina, al hablar de escuela, piense ante todo en el aula, como célula viva dentro de la corteza de las instituciones; corteza tantas veces vacía o que oculta un avanzado estado de descomposición. Como ella dice en el prefacio de este libro, “en general, la escuela reproduce prácticas asistencialistas, propias de una sociedad enferma”. Las escuelas, dice, son “un lugar para ‘estar’, una especie de gran contenedor que mientras puede ‘retiene’, o de lo contrario expulsa”. Y esto quiere decir que las escuelas, con las honrosas excepciones que seguramente podremos alegar, han renunciado a su tarea, a la función para la cual existen, o existían. Y sin embargo, así sea esporádicamente, el aula subsiste. Esta paradoja emerge de la experiencia: el aula aparece como lugar de resistencia y de creación, porque siempre hay buenos docentes y siempre hay buenos estudiantes; y en el aula, cuando los astros son propicios, esos dos actores complementarios se encuentran y la educación sucede. Sucede, como Silvina comprueba, en ambos sentidos. El aula es un lugar donde el maestro y el alumno se educan el uno al otro, en un intercambio pleno de vida, de inteligencia y de amor. Que esta palabra no sorprenda: Silvina define la educación como “la búsqueda del diálogo, del amor y la belleza en nuestras relaciones. El amor que nos permita, al decir de Platón, recuperar la unidad perdida”. Nada menos.

            Es claro también que así concebida la educación es una virtud que excede a la escuela. Pero Silvina no se deja abrumar por la amplitud del asunto ni nos ofrece un compilado de abstracciones, que es el gran riesgo de teorizar sobre algo tan altamente práctico. Por eso puso en su título a la escuela, como centro de sus reflexiones; y por eso puso también un verbo en modo subjuntivo: una escuela que nos tenga en cuenta; subjuntivo que expresa la esperanza no menos que la aspiración, e incluso (que no nos asuste la palabra), la misión que este libro propone. Para que tal escuela, tal misión y tal aspiración ocurran, es preciso renunciar a la hegemonía; aquí no se concibe la acción de educar en un solo sentido, porque no hay simplemente un maestro que sabe y un alumno que ignora; educar no es adoctrinar, sino “abandonar las certezas tranquilizadoras, para desafiar el abismo del acontecimiento”. En efecto, quien pretende educar está frente al otro: siempre está ese otro que nos interpela, que se rebela y nos empuja a repensar lo que creíamos saber. La educación es, en este sentido, una constante invitación a la filosofía. Para que suceda, hace falta escuchar.

            Todo esto suena muy bien, se dirá, pero la realidad de las escuelas, hoy, está muy lejos de estos ideales. Yo creo que Silvina ha resuelto, en este libro y en su vida entera como profesora, aferrarse a los ideales. No es una crítica: no creo que haya otro modo de hacerlo. La educación es eso: es un ideal llevado a la práctica, con todas las dudas, imperfecciones y matices que se quiera; y sobre todo, es un ideal que, al ponerse a consideración del otro, se modifica, evoluciona, madura y se plasma finalmente de un modo no previsto al inicio. “Hoy más que nunca – dice Silvina – debemos pensar cómo enfrentar la desolación, el desconsuelo y la angustia institucionalizadas”. Y sí: de eso habla este libro. De cómo pensar en una escuela que no sea la institución de la angustia y el desconsuelo.

            Un concepto profundo asoma desde las primeras páginas: el educador es un ser en tránsito, es alguien que aprende y se transforma junto con sus alumnos y gracias a ellos. No es el poseedor de la verdad, ni mucho menos de “toda” la verdad, sino alguien que va en busca de ella. No es un sabio, o sea, un sofista, sino un filósofo. Su honestidad consiste en aceptar la razón del otro: el otro, el alumno, tiene en efecto uso de razón y algunas veces, y por eso mismo, tiene razón; circunstancia que no es tan obvia como parece. Silvina cita varias veces a Michel Foucault; de entre estas citas, me parece clave la siguiente: “En la vida y en el trabajo lo más interesante es convertirse en algo que no se era al principio... Si se supiera al empezar un libro lo que se iba a decir al final, no se lo escribiría” (p. 64). Así pues, si educar es hacerse filósofo, en el sentido primigenio de la palabra, hay que aceptar, en términos de Alain Badiou, que la educación es una acción política y que “la política se ubica siempre del lado de lo imposible, de lo novedoso, de lo aún no conocido” (p. 31).

            Dentro de esta visión dinámica de la acción educativa, se consideran diversos aspectos. Aparece, en primer lugar, el deseo. El deseo es la contracara del temor pero ambos son inseparables: se trata de ir hacia un vacío, adonde nunca estamos seguros de lo que nos espera. Silvina recurre aquí a la memorable alegoría que Diótima de Mantinea le propuso a Sócrates: el Amor, le dijo, no es un dios, puesto que no lo tiene ni lo sabe todo. Tampoco es, obviamente, un ser mortal. Es algo intermedio: un daimón, un espíritu, o como diría García Márquez, un demonio. El amor es hijo de Penía y Poro, palabras que en griego quieren decir Pobreza y Recurso; por su madre, Pobreza, al amor siempre le falta algo; por su padre, Recurso, el amor se las ingenia para remediar esa falta. El amor está así en una situación análoga a la del filósofo: a medio camino entre la ausencia y la presencia, siempre buscando lo que le falta, anhelando lo que se le escapa, deseando una verdad que es fatalmente provisoria, móvil, sujeta al desafío de lo que acontece. La certeza nos aquieta, la ignorancia nos paraliza; la filosofía nos hace andar.

            Un segundo aspecto es la educación estética, es decir, el afán y la necesidad de belleza. Silvina expone aquí sugerencias de filósofos y de poetas muy diversos. Nos dice, con Platón, que el conocimiento está siempre ligado a la memoria y al amor. Cita a Rousseau, para quien el oficio más noble, el oficio para el cual vale la pena educarnos, es el oficio de ser hombre; y para serlo, debemos hallar la armonía con la naturaleza, tanto la que está fuera como la que está dentro de nosotros. Se apoya en Schiller, para quien la educación estética es el fundamento de la educación moral, mediante la realización libre del ideal interior. Recuerda a Marcuse, que describió al “hombre unidimensional” y alienado que crea esta civilización y pensó que la única forma de liberar las energías reprimidas es dar lugar a la fantasía.

            Otro aspecto inherente a la acción de la escuela es el diálogo. Esto hace juego con un concepto dinámico, filosófico, de la educación. Es relevante, en este capítulo, la idea del diálogo como acción. Aparece la distinción formulada por Hannah Arendt entre labor, trabajo y acción; labor es aquello que hacemos todos los días y cuyo producto es efímero: las tareas domésticas por ejemplo; trabajo es lo que produce algo duradero: una mesa, un vestido o un cuadro; acción, finalmente, es tomar una iniciativa para transformar algo en el mundo. En la acción, a diferencia del trabajo, nunca podemos saber bien lo que estamos haciendo, ni deshacer por completo su resultado. Educar no es labor ni trabajo, sino acción: sus efectos no suelen verse a corto plazo, ni lo que hacemos con buenas intenciones redunda siempre en un bien. Todos los docentes sabemos cuántas veces nos equivocamos y cuántas veces recibimos una gratitud tan tardía que ya no tenemos registro de haber hecho, hace tantos años, lo que ahora nos agradecen.

            De aquí pasamos naturalmente a la educación como proceso de conversión (p. 53). Este concepto se remonta a Platón y a su más célebre alegoría. Los hombres estamos encadenados desde la infancia con la cabeza vuelta hacia el fondo de la caverna, donde otros hombres hacen pasar sombras que tomamos por realidades. Si uno de nosotros logra libertarse y salir de aquí, al principio sentirá horror a la luz; pero cuando se acostumbre a ella, comprenderá la diferencia entre las sombras que antes veía y la realidad que ahora ve; sentirá compasión por sus antiguos compañeros y querrá liberarlos. Ellos se negarán de plano; lo acusarán de no ver la realidad, de hablarles de cosas que no existen. Lo llamarán idealista. Si pudieran soltarse de sus cadenas, lo matarían de inmediato, para que no los atormente hablándoles de ser libres. Esto lo repitió con terrible lucidez Dostoievsky, en el relato del Gran Inquisidor de Sevilla, incluido en Los hermanos Karamázov. Los hombres no quieren ser libres, porque ser libres los haría también responsables. Ese es el fundamento más profundo del rechazo a la educación. No obstante, en la fábula que cuenta Iván Karamázov, el Gran Inquisidor pone preso a Jesús y le prohíbe hablar con el pueblo, no vaya a ser que lo escuchen y a la Inquisición se le termine el negocio.

            Este libro es el testimonio de una convicción mantenida en la práctica, contra viento y marea, durante muchos años. Esto le da autoridad a Silvina para insistir en que la escuela es un lugar privilegiado para transformar nuestra sociedad. Lo cual es también un llamamiento a los colegas docentes: a su libertad y a su responsabilidad, de la que muchos, con demasiada frecuencia, nos hemos ido olvidando. Nos parece que estamos sujetos a un programa previo, cuando en realidad podemos cambiarlo; nos parece que las reglas del juego son inamovibles. Es obvio que tenemos límites muy severos, de los que habla también Silvina. Pero quizá seamos, en el fondo, más libres de lo que creemos ser. Al respecto Silvina transcribe un relato que me parece muy bueno, tomado de un artículo de Luis Jalfen. Hay una frontera y un hombre quiere pasarla con una carretilla, al parecer llena de pasto. Los de la aduana le preguntan qué lleva ahí, y el hombre contesta: “Pasto”. Revisan, no hay más que pasto, lo dejan pasar. Al día siguiente se repite la escena: lo revisan, sólo hay pasto, lo dejan pasar. Después de varios meses viendo pasar al hombre todos los días con su carretilla, el jefe de la Aduana le propuso un trato: que le dejaría pasar lo que quisiera a cambio de que le dijera qué era lo que contrabandeaba. El hombre respondió sencillamente: “Carretillas”. Lo obvio suele ser invisible. Pero además, el contenido expreso de los programas (el pasto) no es todo lo que enseñamos, ni siquiera lo decisivo; el cómo, en educación (la carretilla), es lo más importante; es lógico que así sea, porque se trata de un arte. Cualquiera sabe que con un mismo programa este maestro hace maravillas y aquel otro aburre, oprime o degrada, del mismo modo que sobre un mismo asunto se compone un folletín olvidable o una estupenda novela.

            Dentro del capítulo sobre el proceso de conversión, me ha sorprendido gratamente la inclusión del libro Demian, de Hermann Hesse. Libro que fue, creo yo, el santo y seña de nuestra generación. Silvina rescata de él, particularmente, el viaje interior, y la escritura inalienable de la propia historia. Sin duda este libro es notable también porque nos enfrenta casi brutalmente al problema del mal, encarnado en un niño malvado que atormenta al protagonista. De algún modo sabemos que ese tormento es el umbral de iniciación; todos lo hemos sufrido: allí se decide nuestro destino. O nos dejamos paralizar por el miedo, o nos convertimos en lo que debemos ser.

            Quiero referir ahora dos historias que Silvina trae a este libro y de cuyo contraste creo extraer una enseñanza. La primera es la historia de los dos Simones: Simón Rodríguez y Simón Bolívar. Simón Rodríguez fue preceptor de Bolívar entre 1792 y 1797, o sea, entre los nueve y los catorce años del futuro libertador. En 1805 vuelven a encontrarse, en París. Este Bolívar de 22 años es un muchacho triste y de mirada absorta; ha quedado viudo muy joven, antes de cumplir ocho meses de casado, y no sabe qué hacer con su vida. Rodríguez le propone viajar a pie hasta Roma. En ese viaje, el maestro intenta despertarlo a todas las maravillas que ofrecen a la vista, pero el otro parece ausente. Sin embargo, cuando llegan a la Ciudad Eterna, sobre el Monte Sacro, Bolívar jura volver a Venezuela y libertar a su patria.

            La segunda historia no incluye próceres, es mucho más cercana y por eso mismo más conmovedora. Además, viene narrada en primera persona, confirmando la importante huella autobiográfica que hay en el libro. Sucedió en 2002 o 2003 en una escuela secundaria de Concordia, en lo que entonces se llamaba 8º año de EGB. Su protagonista es una chica que tenía una situación familiar muy difícil. Silvina era la asesora pedagógica de la escuela; cito su propio relato porque no creo poder resumirlo sin pérdida.

 

         Recuerdo con mucha nostalgia a esa alumna (...). Durante una clase de Tecnología me llamó la profesora, no sabía qué hacer con ella, estaba tirada en el piso del aula, no había traído el material de trabajo, parecía estar como perdida. Entré al aula, la escena era muy dura, sentada en el piso se perforaba las zapatillas con un clavo. La empecé a hablar, me senté en el piso con ella, no parecía prestarle atención a mis palabras. Insistí. Poco a poco empezó a mirarme, creo que le asombró que no la retara. Me contó que no tenía los materiales para trabajar. Sus compañeros estaban fabricando poleas. Le pregunté si se quería asociar con otro compañero que también estaba solo en la otra punta del aula. Pareció interesarle. Lo llamé. El otro chico se acercó y aportó los elementos que tenía. Faltaba una madera para la base. Con una mueca de entusiasmo en la cara, comentó que ella conocía un lugar de la escuela en donde había maderas apiladas, le dije que sería bueno ir a buscar una. Salió del aula y regresó al ratito con una madera, resto de una silla rota; la había ido a buscar al sótano. Empezaron a construir con el compañero. Se entusiasmó con el martillo. El otro chico daba las indicaciones. Iban bien encaminados. Alguien me llamó por teléfono, me tuve que retirar del aula, ir a la secretaría a atender el teléfono, luego otras diligencias me entretuvieron, cuando llegué al aula ya había terminado la clase. En el recreo, ante mi pregunta, la alumna me contó que habían tirado el trabajo al tacho de basura. A nadie le importa lo nuestro – agregó.

         Hace unos días, limpiando mi armario en la escuela, encontré la madera y el esbozo de polea. Lo había juntado del tacho, tenía una charla pendiente con ella que nunca pudo ser. Luego de aquel episodio tan confuso como terrible que la tuvo como protagonista no volvió más a la escuela.

 

            Silvina ve en la historia de Simón Bolívar y Simón Rodríguez una metáfora magnífica de la educación. Pero también, con honestidad admirable, nos cuenta esta segunda historia, mucho más modesta, mucho más cercana y muy dolorosa, que tiene lugar en medio de la peor crisis vivida por la Argentina en democracia. En esta también veo yo un símbolo de lo que sucede en la escuela, receptora de esos adolescentes frágiles, desorientados, librados a sí mismos, y desorientada ella también, presa de su propia impotencia. Quizá haya algo peor; quizá en el fondo hayamos dejado de creer en el otro; quizá hayamos perdido la virtud de creer espontáneamente en el otro, y nos cueste mucho recuperar la fe. La frase final de la alumna (“A nadie le importa lo nuestro”) queda sonando trágicamente en la memoria.

            Por esta honestidad que llega a meter el dedo en la llaga, tanto como por la amplitud de una mirada que intenta abarcar las múltiples facetas del asunto, y por un recorrido de lecturas tan amplio que va de José de Calasanz a Nietzsche, para citar dos extremos, este libro exhibe en alto grado la inteligencia y la valentía de que hablé al principio. Y también la esperanza. Silvina propone una escuela que nos tenga en cuenta. Que no sea una mera guardería, ni una mera fábrica de certificados de estudio. Silvina propugna una pedagogía ad libitum y una escuela “a escala humana”. Todo lo cual, creo, se podría resumir en la fórmula: respeto por el otro. Una ancha franja de nuestra sociedad se ha empobrecido más allá de lo imaginable. Suele decirse que hay una pobreza cultural, más grave que la pobreza económica; pero ¿cuál es esa pobreza cultural? La filosofía de la existencia nos ofrece esta clave: la vida humana necesita proyectarse; la existencia, para tener sentido, debe sentirse como un proyecto, como una acción “lanzada hacia delante”, que atiende un futuro. Pobreza cultural es estar privados de proyecto, vernos reducidos a un plan que nos da de comer.

            Antonio Machado escribió esta sencilla copla:

 
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas:
es ojo porque te ve.

 

            Esto quiere decir que el otro existe de veras y que es humano igual que yo. No es un pretexto para cobrar un salario, ni un número para engrosar la matrícula. Es un ser libre, es un ser único. La educación no se mide por estadísticas. La educación sucede cuando sucede ese diálogo entre seres libres que buscan, juntos, hablándose, la verdad.

            Quienes recorran, al final de este libro, las referencias bibliográficas, verán que no sólo registran libros y autores: también entrevistas y aportes de colegas, alumnos y amigos que no figuran en Wikipedia. A esto se le puede llamar, en buena ley, “escuchar”. De esa escucha, que presupone creer en el otro, nace la profunda esperanza que anima este libro. La esperanza de que aquella terrible pobreza de que hablamos no sea irreparable; que pueda repararse, y sin duda empezar a repararse en un lugar preciso: la escuela.

            Quiero cerrar esta aproximación recordando unos versos de Miguel de Unamuno, que me acompañan desde hace tiempo; espero que se lean como homenaje al gesto que es este libro, a la actitud de que este libro da testimonio. Son los versos finales del poema “A la esperanza”.

 
Yo te espero, sustancia de la vida:
no he de pasar cual sombra desvaída
en el rondón de la macabra danza,

 
pues para algo nací; con mi flaqueza
cimientos echaré a tu fortaleza
y viviré esperándote, ¡Esperanza!

 

 

Alejandro Bekes

 

Concordia, 26 de marzo de 2016